Hoy en día, tras décadas y décadas de invisibilidad, la mujer ha tomado el mando en el campo. Féminas jóvenes, y no tanto, que han irrumpido con fuerza en un sector mayoritariamente masculino. Antaño permanecían detrás de un hombre. Actualmente, lideran granjas. Sin miedo al trabajo duro, sin descanso, ni a innovar, y con muchas ganas de dar voz a todas sus antecesoras. A sus madres y a las madres de éstas; el cimiento básico que ha permitido que hoy hablemos de las explotaciones ganaderas en femenino.

En una sociedad en la que la brecha de género parece cada vez más impenetrable, son muchos los que ignoran cuál es el auténtico papel que juegan las mujeres en el medio rural, y especialmente en ocupaciones del sector primario como la ganadería. Su labor en la cuadra se ha visto desplazada durante siglos a un segundo plano tras el trabajo del padre o cónyuge, quienes eran los titulares, merecedores o no, de la instalación. Ellas asumen la gestión doméstica, cuidan de sus mayores e hijos, y también ordeñan sus vacas y recogen la hierba. Carecen de vacaciones o de un par de días por asuntos propios y, lo que es peor, de reconocimiento y mérito. Residen en los entornos rurales, donde a la dureza de la vida cotidiana por la falta de servicios se suma el ambiente machista en el que se desarrollan. Sin duda, era hora de cambiar ese rol porque continúan siendo ellas la clave para la supervivencia de un sector económico y  social esencial para el desarrollo de una sociedad que necesita de sus producciones para el día a día. Bisabuelas como Marcelina González Menéndez, sin saberlo, -por aquella época “era lo que te tocaba. Primero ayudar en casa, yo era la mayor de nueve hermanos, y ya casada ayudar a mi marido con las tierras y el ganado”-, las que han dignificado un recorrido por el que aún hay mucho que andar.

De Villar de Vildas a Sonande

Natural de Villar de Vildas, concejo de Somiedo, llegó a Sonande, Cangas del Narcea, por amor o por la casualidad. Su vecino, Benito Álvarez Blasón, se enamoró. Dieciocho años mayor que ella, se trasladó y compró terrenos en Sonande y se estableció como ganadero. Tras dos o tres años, ya asentado, “escribió una carta a mis padres a ver si me dejaban casarme con él. Nos conocíamos del baile”, rememora Marcelina. “Antes las cosas eran así”, añade entre risas. Poco después, un once de junio de 1940, “recuerdo que era tiempo de hierba”, contrajeron matrimonio: “mi padre tuvo que responder por mí en La Pola (Pola de Somiedo) porque yo era menor de edad”, explica. Y así, una joven, casi niña, hija de Manolo, “un hombre muy bueno y muy inteligente, no es porque lo diga yo”, salió de Casa Juanito para atender un casería y la ganadería porque su marido sabía mucho de cómo labrar la tierra o manejar las reses pero poco de economía familiar.

A sus casi 97 años, que cumplirá el mes que viene, afirma que, a pesar de todo “la cosa no me pintó mal. No me faltó que comer pero tampoco me faltó trabajo; tuve que agarrarme al picón”. Madre de dos hijas, Carmen y María Irene, bregó siempre “con todo” y muy duro, “mucho tengo trabajado, como una burra”. Lo testimonian sus manos, cálidas y firmes, pero “abrasadas de artrosis”.

Un esfuerzo desgarrador para el oyente pero habitual de los días en activo de nuestra protagonista. Los huesos le cedieron con los años, casi un siglo, de tanto despachar ganado, dar de comer a vacas de carne, “que también antes daban leche, ahora nada”, labrar la tierra, cortar escanda o amontonar pasto, “pero no tomo ninguna pastilla. Hasta los 95 años no fui al hospital por un dolor en una pierna.  No tenía ni historial”. Todo ello sumado al trabajo de la casa y al cuidado de dos niñas.

No se quejaba, había que hacerlo para salir adelante. Ella vino de tiempos peores, vivió la Guerra Civil de 1936 con 14 años: “Lo pasamos muy mal. No había que comer y éramos nueve hermanos. Sobrevivimos a cuenta de leche. Subíamos a la braña La Pornacal y ordeñábamos una vaca y con eso pasábamos. También comíamos papas y patatas cocidas”. Con la crudeza de la situación, “eran gente muy mala”, reconoce bajito: “nos volvimos muy ladrones. Nos teníamos que buscar la vida; no había ni sal”.

El matriarcado es notable en casa de Marcelina. Está feliz rodeada de los suyos. Vive con una hija Carmen y con su nieto Benito, ahora titular de la explotación, su mujer y la hija de ambos. María Irene no vive lejos, al lado. Su bisnieta, Alicia, a sus 15 años despunta con claras dotes de ganadera: “le gusta mucho. Es muy trabajadora. Ya ceba las vacas cuando su padre no puede”. Pero ésa, será otra historia.